Mi historia con la ansiedad y el regreso a mí misma
“No soy lo que se desvanece.
Soy lo que permanece.”
Sobre mí
Bienvenido a este espacio íntimo, sincero y tranquilo.
Me llamo Kerstin Lora de la Cruz, nací en Alemania y hoy, a mis sesenta años, miro hacia atrás y veo un camino lleno de luces y sombras, de miedos y agotamiento, pero también de hallazgos que transformaron mi manera de vivir. Lo que comparto aquí no es una receta ni un consejo rápido. Es mi historia, tal como la viví, con sus silencios, sus dudas, sus heridas y sus despertares.

Desde que era niña sentía que debía haber algo más. Algo más allá de lo que me enseñaban en la iglesia o en la escuela, más allá de un dios que castigaba y daba miedo, que solo podía perdonar si repetía oraciones. Dentro de mí decía: “Si hay algo más grande que nosotros, entonces quiere que seamos felices.” Observaba mucho a las personas: algunas podían sonreír con una paz que nacía de un lugar profundo, incluso en medio de grandes dificultades. Otras, en cambio, corrían sin descanso, persiguiendo algo que nunca alcanzaban. Yo me preguntaba cuál era la diferencia. ¿Era algo con lo que se nacía? ¿Era algo que se podía aprender? Intuía que si algún día lo descubría, podría vivir con esa misma paz.
Pero la vida me llevó por otros caminos. Poco a poco me dejé arrastrar por la prisa, por la presión de cumplir, por las promesas de éxito y reconocimiento. Empecé a construir creencias heredadas que no eran mías, sino de la familia, de la sociedad, de lo que se esperaba de mí. Sin darme cuenta, comencé a vivir desde el deber, no desde el ser. Por fuera parecía estar todo en orden: trabajaba, cumplía, sonreía, mantenía el ritmo. Pero por dentro algo en mí se iba apagando lentamente, como una llama que se consume en silencio.
El estrés, al principio invisible, se volvió cada vez más denso. Llegaron el insomnio, los nudos en el estómago, la tensión constante, los pensamientos girando sin cesar y una sensación de amenaza permanente. Probé de todo: medicina tradicional, psicoterapia, reiki, shiatsu, sesiones energéticas, acupuntura, esoterismo, distracciones. A veces encontraba alivio, como si mi cuerpo me prestara fuerzas a plazos, pero luego me las cobraba con intereses. Necesitaba vacaciones para recuperarme, y cuando apenas comenzaba a sentirme un poco mejor, ya era hora de volver. En el fondo sabía que eso no era vida, que solo estaba resistiendo.
En 2013 la vida me sacudió con fuerza. Tuve un paro cardíaco. Mi esposo me reanimó. Recuerdo abrir los ojos y sentir una paz inmensa, desconocida, un silencio amoroso como nunca había experimentado. No había miedo ni preocupación, solo una calma profunda, como si todo estuviera en orden. Pero después llegó lo contrario: el miedo se instaló en mí y los ataques de pánico se convirtieron en mi sombra. Cada vez que mi corazón latía fuerte sentía que iba a caer otra vez, y que esta vez sí iba a morir. La ansiedad podía atraparme en cualquier momento: en el supermercado, en medio de una conversación, conduciendo o en plena madrugada. Corría a urgencias convencida de que algo terrible ocurría, y siempre escuchaba lo mismo: “Está sana, solo reduzca su estrés.”
Nadie entendía lo que me pasaba. Escuchaba frases como “No es para tanto”, “Necesitas distraerte”, “Tienes que ponerte las pilas.” Incluso las personas que me querían no sabían cómo acompañarme. Algunas amistades se alejaron. Mi esposo, aunque lleno de amor, muchas veces no sabía qué hacer. Yo me sentía sola, incomprendida, perdida.
Llegó un momento en el que ya no pude más. No podía luchar, ni fingir, ni esperar. Todo lo que había intentado parecía inútil y me sentía atrapada en un túnel sin salida. Fue entonces, en medio de esa oscuridad, cuando apareció ella, mi terapeuta. La mujer que me miró cuando yo ya no podía mirarme. No me dio explicaciones, no me pidió que fuera fuerte, simplemente me acompañó con humanidad, con presencia, con amor sin juicio. Y en una de esas sesiones, con voz suave pero firme, me dijo tres frases que cambiaron mi vida:
“Tienes que encontrarte.
Volver a ti.
Recuperar tu poder.”
No lo entendí del todo en ese momento, pero sus palabras tocaron una fibra que aún no se había roto. Algo dentro de mí, por primera vez en mucho tiempo, me hizo sentir que no todo estaba perdido. Con ella conocí el Ayurveda y descubrí que en mí había un fuego, mi Sādhaka Pitta, que me impulsaba a hacer, a demostrar, a exigirme… pero que al mismo tiempo me estaba consumiendo por dentro. Aprendí que mi cuerpo no era el enemigo, sino el mensajero. Que mis síntomas eran señales. Que no necesitaba ser más fuerte, sino más consciente. Comprendí que sanar no era luchar contra mí misma, sino escucharme, equilibrarme, habitarme.
Fue un proceso lento y profundo. Lágrima tras lágrima, silencio tras silencio, empecé a recordar lo que significa sentirme completa. Y en ese camino apareció otra figura esencial: mi maestro. Un hombre que había vivido su juventud en India, que había trabajado en clínicas, que había conocido el sufrimiento humano de cerca y que transmitía el conocimiento no solo desde los libros, sino desde su propia experiencia. Lo que más me marcó fue que no era dogmático. No me exigía ser distinta ni esperaba que cambiara para aceptarme. Me recibió tal y como soy. Y de él guardo una frase que nunca olvidaré: “Lo que más me importa no es cómo tú percibes nuestra relación, sino cómo yo elijo relacionarme contigo.” En esas palabras descubrí lo que significa la verdadera presencia, la entrega y el amor sin condiciones.
Con él conocí el Yoga no como una técnica para calmar la mente, sino como un puente sagrado de regreso a mi alma. Un espacio donde no tenía que hacer nada ni demostrar nada, solo habitarme, escucharme y abrazarme. Y en una de esas prácticas sucedió lo imposible de explicar: volvió aquella paz inmensa que había sentido tras mi reanimación. Pero esta vez fue diferente, porque yo estaba presente para recibirla. Esta vez sabía quién era. Y lo comprendí con claridad: no estaba rota, nunca lo estuve. Solo estaba desconectada. Había olvidado quién era.
El camino no fue fácil. Hubo dudas, retrocesos, días en los que pensé que no lo lograría. Pero cada sombra, cada lágrima, cada caída me trajo hasta aquí. Y hoy puedo decir con el corazón abierto: gracias. Gracias a todo lo vivido, porque sin ello no sería quien soy.
Escribo esto porque sé que todos podemos volver a nuestra alma. Nadie está tan perdido que no pueda regresar. La paz que yo encontré no es un milagro reservado a unos pocos, sino la esencia de lo que somos cuando dejamos de huir de nosotros mismos. Volver a ti no es un objetivo que se logra con esfuerzo mental, es un camino suave, paciente, que se permite paso a paso. Un regreso a casa, a lo que ya eres, a lo que siempre estuvo dentro de ti. Y sí, es posible, siempre, incluso ahora. Pero no desde la lucha ni desde el control, sino desde la apertura, desde la ternura, desde la decisión de quedarte contigo, aunque duela.
Ese es el verdadero regreso. No hacia algo nuevo, sino hacia lo que siempre estuvo ahí, esperándome.
Tu alma.
Tu verdad.
Tu hogar.